martes, 19 de octubre de 2010

MAX

No siempre traen los sueños caballitos de mar. También tinieblas de esparto, episodios de caos, con tumultos poblados de oscuras y frías mañanas. Con gente amenazante, sin ojos ni estrellas ( o sólo con esas que luego, un día, se marchan a Buenos Aires y no vuelven).
Todos se pasean por mis sueños para no más que golpear el alma, vencida ya casi..
Y vuelve la muerte donde me asomo a la puerta de la cocina para ver como se lo llevan a enterrar. Va dentro de una bolsa ( ese celofán gigante que todo lo envuelve ) transparente, gruesa. Primero sus pies, pegados como a un cono de madera, semejando los de un Cristo, dedos en calcetines, gordos, hinchados que casi revientan el tejido que los aprisiona.
Su cuerpo...y la cabeza, volcada hacia atrás en un tremendo escorzo, formando un grotesco acordeón. La boca abierta, gigante y esos dientes de caballo. El gesto con un dolor de pérdida ( opuesto al real último, cuando la vida se le agotó en aquel suspiro final tan envuelto en paz).
Ese grito que me parte en dos, que se me escapa, anárquico, tan ajeno a mi.
Y mi negativa a asisir al funeral. No tengo más fuerzas y no voy a soportar la visión de esa bolsa con ese nudo rígido en el vértce.
Y lloro, sin llanto para que ella, mi abuela, no se entristezca aún más.Pero súbitamente se me enfrenta, despavorida, porque no soy capaz de afrontar ese entierro, porque aún no soy caaz de pisar firme en este mundo de adultos extraños. Y lloro más, y lloro mientras quito la piel a esos tomates rojos que alguien puso, de repente sobre mi plato, que lo rebosan.
Son sólo voces, no sólo la de ella, mis primos también, sobre la decepción y lo pequeña y frágil y cobarde que soy..
Envuelta en lágrimas abro los ojos,salto de la cama y bajo la escalera de Montecito. Llego al porche donde mi abuela teñida de negro absoluto me abre los brazos con ese ángel eterno que aloja en su cara y me da los buenos días. La abrazo, la beso. Hace un mes que murió Max, su marido, mi abuelo..

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